Cuando el mundo no estaba globalizado, cuando el internet no había invadido nuestras vidas, cuando la familia era un tesoro y no una maldición, existían, por lo menos en este país, navidades llenas de significado.
Llegado el mes de diciembre, las casas se adornaban con muchas luces –aunque el costo de la electricidad siempre ha sido alto–, los nacimientos eran una prioridad y motivo de gran orgullo tenerlos en casa y en muchas oportunidades hasta fuera de ella para que todo el que pasara lo pudiera admirar. Los arbolitos de Navidad se ponían en familia en un acontecimiento que era como la celebración del cumpleaños de cualquier pariente. Las emisoras de radio nos deleitaban con mucha música ideal para la fecha, que nos hacía reflexionar sobre lo que habíamos hecho o dejado de hacer durante el año, el amor que dimos o dejamos de dar, los éxitos obtenidos o los fracasos aleccionadores, el final de algo y el principio de un año nuevo.
Durante todo el mes la calle Belén, en San Francisco, era un lugar tan concurrido como cualquier centro comercial en la actualidad. La iluminación nocturna, sus adornos en cada casa y hasta posadas navideñas eran sitio obligado de visita cada diciembre, de todo lo cual no quedan más que recuerdos cubiertos por altas torres de apartamentos.
Las compras navideñas no se hacían en grandes centros comerciales. Cualquiera podía acudir hasta altas horas de la noche a las tiendas de la 5 de Mayo o de la Avenida Central sin que se corriera el riesgo de ser asaltado. La amabilidad y cortesía eran innatas en todos los panameños.
La noche del 24 de Diciembre o Nochebuena era una fecha muy esperada por toda la familia, pues era momento de reencuentro con todos aquellos parientes que por múltiples razones no habíamos visto en todo el año. La felicidad de poder compartir la comida preparada con cariño por todos ellos era increíble. Nunca faltaba algún pariente que supiera tocar algún instrumento musical y que pretendiera alegrar la noche con canticos de toda índole. Para los niños, la larga espera por los pocos regalos que se solían recibir del Niño Dios había llegado a su fin.
Los que deseaban podían a medianoche –y no a las ocho de la noche– asistir a la misa de gallo.
A la mañana siguiente los vecinitos sin necesidad de llamarse por celular o mandar un BBM o un chat, sabían que tenían una cita obligada en la calle, adonde podían asistir sin supervisión de ninguna clase a montar su nueva bicicleta, patines o patineta y correr con toda libertad sabiendo que el único peligro que enfrentaban era ganarse una raspada como consecuencia de una caída.
No sé cuándo terminó todo esto, cuándo la familia dejó de reunirse, cuándo cesaron los instrumentos musicales en las reuniones familiares para darle paso a las discotecas móviles, cuándo las emisoras de radio callaron los villancicos por el reggaé, cuándo y dónde empezaron los peligros que hoy nos mantienen encerrados en nuestras casas frente a una delincuencia que nos está ganando la batalla, cuándo los focos dejaron de iluminar, cuándo las posadas dejaron de cantar o cuándo los niños dejaron de salir a jugar para sentarse por horas solos frente a un televisor a jugar juegos interactivos y a engordar por falta de actividad física.
Si usted todavía sigue las costumbres de antaño, no las pierda pues es una de las pocas cosas que nos queda de nuestras raíces panameñas.
Cuando el mundo no estaba globalizado, cuando el internet no había invadido nuestras vidas, cuando la familia era un tesoro y no una maldición, existían, por lo menos en este país, navidades llenas de significado.
Llegado el mes de diciembre, las casas se adornaban con muchas luces –aunque el costo de la electricidad siempre ha sido alto–, los nacimientos eran una prioridad y motivo de gran orgullo tenerlos en casa y en muchas oportunidades hasta fuera de ella para que todo el que pasara lo pudiera admirar. Los arbolitos de Navidad se ponían en familia en un acontecimiento que era como la celebración del cumpleaños de cualquier pariente. Las emisoras de radio nos deleitaban con mucha música ideal para la fecha, que nos hacía reflexionar sobre lo que habíamos hecho o dejado de hacer durante el año, el amor que dimos o dejamos de dar, los éxitos obtenidos o los fracasos aleccionadores, el final de algo y el principio de un año nuevo.
Durante todo el mes la calle Belén, en San Francisco, era un lugar tan concurrido como cualquier centro comercial en la actualidad. La iluminación nocturna, sus adornos en cada casa y hasta posadas navideñas eran sitio obligado de visita cada diciembre, de todo lo cual no quedan más que recuerdos cubiertos por altas torres de apartamentos.
Las compras navideñas no se hacían en grandes centros comerciales. Cualquiera podía acudir hasta altas horas de la noche a las tiendas de la 5 de Mayo o de la Avenida Central sin que se corriera el riesgo de ser asaltado. La amabilidad y cortesía eran innatas en todos los panameños.
La noche del 24 de Diciembre o Nochebuena era una fecha muy esperada por toda la familia, pues era momento de reencuentro con todos aquellos parientes que por múltiples razones no habíamos visto en todo el año. La felicidad de poder compartir la comida preparada con cariño por todos ellos era increíble. Nunca faltaba algún pariente que supiera tocar algún instrumento musical y que pretendiera alegrar la noche con canticos de toda índole. Para los niños, la larga espera por los pocos regalos que se solían recibir del Niño Dios había llegado a su fin.
Los que deseaban podían a medianoche –y no a las ocho de la noche– asistir a la misa de gallo.
A la mañana siguiente los vecinitos sin necesidad de llamarse por celular o mandar un BBM o un chat, sabían que tenían una cita obligada en la calle, adonde podían asistir sin supervisión de ninguna clase a montar su nueva bicicleta, patines o patineta y correr con toda libertad sabiendo que el único peligro que enfrentaban era ganarse una raspada como consecuencia de una caída.
No sé cuándo terminó todo esto, cuándo la familia dejó de reunirse, cuándo cesaron los instrumentos musicales en las reuniones familiares para darle paso a las discotecas móviles, cuándo las emisoras de radio callaron los villancicos por el reggaé, cuándo y dónde empezaron los peligros que hoy nos mantienen encerrados en nuestras casas frente a una delincuencia que nos está ganando la batalla, cuándo los focos dejaron de iluminar, cuándo las posadas dejaron de cantar o cuándo los niños dejaron de salir a jugar para sentarse por horas solos frente a un televisor a jugar juegos interactivos y a engordar por falta de actividad física.
Si usted todavía sigue las costumbres de antaño, no las pierda pues es una de las pocas cosas que nos queda de nuestras raíces panameñas.