Discurso de presentación de libro Diablos rojos forever

Noviembre 24, 2017

Discurso de presentación de libro Diablos rojos forever

November 24, 2017

Cuando Mónica Guardia y Julia Regales se acercaron a mí para mostrarme el proyecto de libro que gentilmente por iniciativa de ellas hoy presento, me surgió la urgente necesidad, como si se tratara de una obligación, de ayudarles a toda costa a que esta obra se publicara. Al igual que ellas, soy un convencido de que como consecuencia de la llamada globalización, la cultura, así como nuestras raíces y costumbres están desapareciendo a pasos agigantados.

Hemos caído en un “poco me importa” de todas esas cosas que nos definieron como país, ciudadanos y hasta como personas. El nacionalismo no se discute, está pasado de moda. El mercantilismo voraz que camina por nuestras calles no nos da tiempo de recordar de dónde venimos, ni cómo llegamos aquí. Cualquier tema que implique inmortalizar o preservar el pasado se ve como ridículo y poco productivo para las tan interminables metas económicas y consumistas que todos nos hemos impuesto como si fuera una materia obligatoria para la realización personal.

Por ello, las autoras de este extraordinario libro se han sentido responsables de comunicarnos a todos los nativos de esta tierra y del mundo lo que significó, significa y significarán los Diablos Rojos tan conocidos y mencionados en las calles, en los cafés, en los barrios, en las noticias y ahora en el siglo XXI, en las redes sociales.

Me atrevo a opinar sobre este tema, ya que yo a lo igual que casi todas las personas que conformamos la generación X de este país; es decir, los que nacimos a mediados del siglo pasado, utilizamos los Diablos Rojos como medio para desplazarnos por la ciudad. La verdad es que cuando miro atrás no me parece que fuese hace tanto tiempo, pero sí lo ha sido.

Mi primera experiencia en un Diablo Rojo fue a los once años, cuando tuve por necesidad que viajar del colegio a mi casa. Claro que al principio sentí el temor de todo joven que explora un mundo diferente. En aquel entonces, el tema resultaba fácil ya que los buses traían en su parte superior la ruta por donde transitaban. Era sencillo verlos venir de lejos.

El comportamiento de sus usuarios era ejemplar. No se daban peleas ni asaltos; la cortesía brillaba y los pasajeros podían venir de cualquier estrato social sin que a nadie le importara aquello. Los acentos que escuchabas eran multiétnicos, pero no de otras naciones sino de lo más autóctono de los barrios de la capital. Escuchar hablar a tus compañeros de viaje era divertido. Se entablaban conversaciones de todo tipo con desconocidos a sabiendas que no existía mala intención. Las frases aunque para algunos fueran consideradas “vulgares” se decían con la mejor de las intenciones y con mucho cariño. Por ello, cuando alguien pregonaba “sube mamita”, “córranse para atrás”, “te dije parada”, “pase, doñita”, “viejo pendejo” “dale a’lante” “viste esa hembra”, “mansa jeva” y muchas más, no se consideraban insultos sino parte del dialecto que conformaba esta cara de la ciudad.

Con el devenir del tiempo, para un joven cualquiera que no estuviera apurado en llegar a su destino, esperar el Diablo Rojo “correcto” era fundamental. Pero, ¿cuál era ese? Pues aquel marca Caterpillar, que más tarde serían reemplazados por los International. Esos eran, según nosotros, los más cómodos, más rápidos –por lo menos eso creíamos–, los más potentes y los que tenían la mejor música, elemento fundamental para que el pasajero sintiera un viaje placentero. Con el tiempo aprendimos a identificar por sus nombres a esos buses que tanto nos gustaban.

Quién que vivió aquellos gloriosos años del transporte público no recuerda al Fantomas, al Águila Norteña, al Expreso Rodríguez, al Catecúmeno y muchos más que eran tan buscados como esperados por jóvenes y adultos. La espera del bus indicado era como esperar a que los padres nos pasaran a buscar. El transporte se conocía de lejos, por sus elocuentes dibujos multicolores y decoración cuyos significados he venido a entender con este libro. Los considerábamos como propios. Sabíamos sus puntos fuertes y débiles y qué tanto podían dar, como si fueran de nuestra entera propiedad.

Las autoridades de la época trataron sin ningún éxito de incorporar al sistema de transporte de la ciudad nuevos tipos de buses, como lo fueron los denominados Cutsas, que aunque debo admitir que eran más cómodos –con dos puertas, una de acceso y otra de desembarque– y tenían más pasamanos para sujetarse eran muy mal apreciados por la población; pues, entre otras cosas, la recreación interna característica de los Diablos Rojos como las pinturas y la música no estaban presentes.

A diferencia de ahora, los Diablos Rojos corrían, pero no en regatas mortales. Los choferes se vilipendiaban con respeto, no se peleaban a golpes o cuchillo con sus colegas y cualquier apelativo o adjetivo de uno a otro era bien recibido. Al fin y al cabo, al retornar a las piqueras, concluida la jornada, se tomarían unas frías juntos.

Tomar un Diablo Rojo a la hora pico; es decir, a la hora de salida de las escuelas y del trabajo, complicaba un poco el tema. El bus se llenaba y los que estaban próximos a llegar a su parada se negaban a correrse hacia atrás preocupados de que el chofer arrancara y no pudieran bajarse a tiempo. A nadie se le esperaba. Por eso, en casi todos los buses se pintaba en su interior letreros multiformes y colores que decían: “Pida su parada a tiempo”, como un mecanismo de advertencia y salvación de responsabilidad para el conductor. Gritar “parada” bien alto y varias veces era imprescindible para poder desembarcar en el lugar correcto.

Con el bus lleno, los usuarios que viajaban parados, ante un frenazo o aceleración muy rápida podrían tropezarse entre sí, llegando a tocar por accidente –la mayoría de las veces– a la persona más contigua a uno. Salir sobado o haber sobado en el Diablo Rojo era parte de la rutina.

No puedo negar que subirse a un Diablo Rojo cuando en nuestro Panamá caía una de sus tan conocidas tormentas tropicales era una urgente necesidad, más que un deseo. En estos casos no se esperaba al bus anhelado, había que resolver con el que fuera. Por obligación, claro está, se debían subir las ventanas y los olores que algunos personajes destilaban eran insoportables. Los autores de las pinturas de los Diablos Rojos considerando esos acontecimientos pintaban mensajes como: “Si no tienes para desodorante ponte limón”. Y es que de eso se trata este arte popular de los Diablos Rojos, de recrear las vivencias callejeras que vemos, pero no observamos; que vivimos, pero no recordamos; que nos impactan, pero no apreciamos.

Volviendo a las ventanas arriba por lluvia, recuerdo haber quedado asombrado desde mi primer encuentro de los nombres que los artistas grababan en las mismas. Se decía que eran los nombres de las novias del chofer. Al principio creí que se trataban de bromas, pero pronto me percaté de que no existe nadie más creativo que el panameño para ponerles nombre a sus hijos, nombres que por alguna razón poco entendida por mí, deben llevar una letra “y” una letra “h” o una letra “k”.

Nunca faltaba alguna jeva a la que le gustara el chofer, para lo cual le daban el primer asiento con el fin de poder conversar con el “levante” con la mayor comodidad posible. El conductor aprovechaba sus habilidades al volante y la buena música salsa para demostrarle que él era lo máximo en lo que hacía. Esta situación en muchas ocasiones nos convenía, ya que el conductor adquiría un doble oficio el de chofer y el de DJ, sacando su mejor casete de música. Los usuarios con sus monedas, aquellas con las que iban a pagar el bus, empezaban a tocar el ritmo de la canción contra cualquier metal disponible sin perjuicio que cantaban a perfección, casi como los autores originales de la canción, convirtiendo aquello en una orquesta móvil.

Cuando uno llegaba a su destino luego de haber gritado “parada” y haber pasado entre tanta gente debía pagarle al chofer la tarifa establecida. Por aquellos años cuando yo empezaba a ser usuario del transporte público, los estudiantes pagábamos la módica suma de cinco centavos y el resto de los pasajeros diez centavos. El busero –como lo llamábamos– depositaba las monedas en el monedero y te daba el vuelto si a ello había lugar. Si le dabas un dólar, los billetes se guardaban en otra parte y estaban agarrados con su gancho al que nosotros denominábamos “gancho de billetes de lotería”.

Con el tiempo, la inflación económica siempre suele aparecer obligando a los transportistas a exigirle al gobierno que les permitieran subir la tarifa. Por ello vimos a todos los Diablos Rojos con un letrero que decía “abajo el real”. El desenlace fue que los estudiantes quedamos pagando diez centavos y el resto de los usuarios quince centavos, lo que todavía resultaba barato.

No puedo olvidarme de las paradas de buses, claro donde las había, ya que no en todos lados existían. Al principio eran paradas muy sencillas, que más tarde se llenarían de pinturas y buhoneros de todo tipo. En cuanto el bus se detenía en la misma se escuchaban a los canillitas pregonando los periódicos. En la mañana, “¡Panamá América, Crítica, Estrella!” y en la tarde, “¡La República!”. Sí, eran los tiempos cuando no existía el internet y para enterarnos de lo que había sucedido durante el día teníamos que comprar un rotativo vespertino.

Paralelamente, existían otras rutas que tenían otras clases de buses o Diablos Rojos que nosotros conocíamos como “chivas” y que las autores de esta obra explican sus orígenes muy bien. No puedo negar que montarse en una de esas chivas resultaba una experiencia sin igual. De tamaño muy compacto, con espacio limitado, algunas con música y otras no, su armadura y asientos eran de madera, lo que hacía el viaje algo nunca visto en una gran ciudad como lo fue siempre Panamá.

Pero, ¿qué había en las obras artísticas populares de los Diablos Rojos? Al principio, y como explican las autoras de este libro, se trataba de trabajos sencillos, con retratos de personajes famosos, cortinas pintadas en la parte frontal del parabrisas, mensajes de todo tipo desde lo espiritual hasta las frases callejeras más conocidas, pasando por nombres de personas escritos en letras góticas, especialmente de mujeres.

Con el tiempo, los pintores que ya no se conformaban con esto, les fueron agregando símbolos legendarios, mitológicos y hasta poéticos, combinándolos con las leyendas del cine, el deporte, la política o la música y retratos de ellos mismos o de bellas mujeres representadas de forma artística, las que en la mayoría de los casos ni se parecían, sin olvidar el casi obligado dibujo de un rayo en el compartimiento de la batería y la bola de billar en la palanca de cambios. Todo con un recargado exceso que lo hacía único en el mundo.

La verdad, no sé con certeza cuándo se perdió la ruta. Pero me atrevo a apostar que fue con la llegada de la globalización. De pronto, nos percatamos de que se requería de un secretario o pavo, no solo para gritar en cada parada cuál era la ruta del bus, sino también para mantener el orden y la seguridad en el transporte. El público, al parecer, ya no podía leer la ruta en la parte frontal del bus que estaba buscando, se hacía necesaria gritársela; la violencia se apoderó de los pasajeros; las regatas se transformaron en carreras mortales donde todos, inclusive los transeúntes inocentes, podían perder la vida. La música pasó de alta a estridente, los fotutos de alertas a anuncios de amenazas insoportables y los mofles de sencillos a tubos cromados que intoxicaban a la ciudad con humo y ruido.

El mantenimiento de los buses se volvió un asunto secundario. Era normal ver a un bus con el tren trasero salido en la mitad de la avenida. Se hizo hábito que dos choferes o pavos se enfrascaran a puños o cuchillos. Los asaltos en el Diablo Rojo y en las paradas eran un tema del día a día. Y la inexistencia de las desigualdades sociales de los usuarios que se vivieron por décadas se esfumaron. De hecho, los Diablos Rojos desaparecieron y empezamos a apreciar buses de todos los colores que aunque algunos eran decorados de formas interesantes ya se dejaba entrever que la época de gloria se iba perdiendo en el horizonte.

El epílogo fue en el año 2006 cuando ocurrió el trágico incendio de un bus en la vía España que les costó la vida a varias personas. En ese momento nos vimos en la necesidad de modernizar el transporte público. Los gobiernos se pusieron manos a la obra y nos trajeron un sistema moderno, que nos ha cambiado a todos la forma de ver el transporte público, eso sin mencionar el metro, ese gusano eléctrico que viaja a toda máquina y que le ha acortado las distancias a aquellas personas que deben madrugar para llegar a tiempo a sus labores.

La verdad, se nos fue parte de nuestra historia. Y lo peor de todo es que no la guardamos para que la conocieran las futuras generaciones. Nadie con excepción de estas dos autoras que hoy nos presentan este libro, se tomó la molestia de inmortalizar una chiva y un Diablo Rojo como símbolo de nuestra nacionalidad.

Esta obra y sus enseñanzas son una parte de nuestra nacionalidad, de nuestra cultura y de nuestra identidad, ya que nos enseña de dónde, cómo y por qué existieron y seguirán existiendo los Diablos Rojos Forever.

Cuando Mónica Guardia y Julia Regales se acercaron a mí para mostrarme el proyecto de libro que gentilmente por iniciativa de ellas hoy presento, me surgió la urgente necesidad, como si se tratara de una obligación, de ayudarles a toda costa a que esta obra se publicara. Al igual que ellas, soy un convencido de que como consecuencia de la llamada globalización, la cultura, así como nuestras raíces y costumbres están desapareciendo a pasos agigantados.

Hemos caído en un “poco me importa” de todas esas cosas que nos definieron como país, ciudadanos y hasta como personas. El nacionalismo no se discute, está pasado de moda. El mercantilismo voraz que camina por nuestras calles no nos da tiempo de recordar de dónde venimos, ni cómo llegamos aquí. Cualquier tema que implique inmortalizar o preservar el pasado se ve como ridículo y poco productivo para las tan interminables metas económicas y consumistas que todos nos hemos impuesto como si fuera una materia obligatoria para la realización personal.

Por ello, las autoras de este extraordinario libro se han sentido responsables de comunicarnos a todos los nativos de esta tierra y del mundo lo que significó, significa y significarán los Diablos Rojos tan conocidos y mencionados en las calles, en los cafés, en los barrios, en las noticias y ahora en el siglo XXI, en las redes sociales.

Me atrevo a opinar sobre este tema, ya que yo a lo igual que casi todas las personas que conformamos la generación X de este país; es decir, los que nacimos a mediados del siglo pasado, utilizamos los Diablos Rojos como medio para desplazarnos por la ciudad. La verdad es que cuando miro atrás no me parece que fuese hace tanto tiempo, pero sí lo ha sido.

Mi primera experiencia en un Diablo Rojo fue a los once años, cuando tuve por necesidad que viajar del colegio a mi casa. Claro que al principio sentí el temor de todo joven que explora un mundo diferente. En aquel entonces, el tema resultaba fácil ya que los buses traían en su parte superior la ruta por donde transitaban. Era sencillo verlos venir de lejos.

El comportamiento de sus usuarios era ejemplar. No se daban peleas ni asaltos; la cortesía brillaba y los pasajeros podían venir de cualquier estrato social sin que a nadie le importara aquello. Los acentos que escuchabas eran multiétnicos, pero no de otras naciones sino de lo más autóctono de los barrios de la capital. Escuchar hablar a tus compañeros de viaje era divertido. Se entablaban conversaciones de todo tipo con desconocidos a sabiendas que no existía mala intención. Las frases aunque para algunos fueran consideradas “vulgares” se decían con la mejor de las intenciones y con mucho cariño. Por ello, cuando alguien pregonaba “sube mamita”, “córranse para atrás”, “te dije parada”, “pase, doñita”, “viejo pendejo” “dale a’lante” “viste esa hembra”, “mansa jeva” y muchas más, no se consideraban insultos sino parte del dialecto que conformaba esta cara de la ciudad.

Con el devenir del tiempo, para un joven cualquiera que no estuviera apurado en llegar a su destino, esperar el Diablo Rojo “correcto” era fundamental. Pero, ¿cuál era ese? Pues aquel marca Caterpillar, que más tarde serían reemplazados por los International. Esos eran, según nosotros, los más cómodos, más rápidos –por lo menos eso creíamos–, los más potentes y los que tenían la mejor música, elemento fundamental para que el pasajero sintiera un viaje placentero. Con el tiempo aprendimos a identificar por sus nombres a esos buses que tanto nos gustaban.

Quién que vivió aquellos gloriosos años del transporte público no recuerda al Fantomas, al Águila Norteña, al Expreso Rodríguez, al Catecúmeno y muchos más que eran tan buscados como esperados por jóvenes y adultos. La espera del bus indicado era como esperar a que los padres nos pasaran a buscar. El transporte se conocía de lejos, por sus elocuentes dibujos multicolores y decoración cuyos significados he venido a entender con este libro. Los considerábamos como propios. Sabíamos sus puntos fuertes y débiles y qué tanto podían dar, como si fueran de nuestra entera propiedad.

Las autoridades de la época trataron sin ningún éxito de incorporar al sistema de transporte de la ciudad nuevos tipos de buses, como lo fueron los denominados Cutsas, que aunque debo admitir que eran más cómodos –con dos puertas, una de acceso y otra de desembarque– y tenían más pasamanos para sujetarse eran muy mal apreciados por la población; pues, entre otras cosas, la recreación interna característica de los Diablos Rojos como las pinturas y la música no estaban presentes.

A diferencia de ahora, los Diablos Rojos corrían, pero no en regatas mortales. Los choferes se vilipendiaban con respeto, no se peleaban a golpes o cuchillo con sus colegas y cualquier apelativo o adjetivo de uno a otro era bien recibido. Al fin y al cabo, al retornar a las piqueras, concluida la jornada, se tomarían unas frías juntos.

Tomar un Diablo Rojo a la hora pico; es decir, a la hora de salida de las escuelas y del trabajo, complicaba un poco el tema. El bus se llenaba y los que estaban próximos a llegar a su parada se negaban a correrse hacia atrás preocupados de que el chofer arrancara y no pudieran bajarse a tiempo. A nadie se le esperaba. Por eso, en casi todos los buses se pintaba en su interior letreros multiformes y colores que decían: “Pida su parada a tiempo”, como un mecanismo de advertencia y salvación de responsabilidad para el conductor. Gritar “parada” bien alto y varias veces era imprescindible para poder desembarcar en el lugar correcto.

Con el bus lleno, los usuarios que viajaban parados, ante un frenazo o aceleración muy rápida podrían tropezarse entre sí, llegando a tocar por accidente –la mayoría de las veces– a la persona más contigua a uno. Salir sobado o haber sobado en el Diablo Rojo era parte de la rutina.

No puedo negar que subirse a un Diablo Rojo cuando en nuestro Panamá caía una de sus tan conocidas tormentas tropicales era una urgente necesidad, más que un deseo. En estos casos no se esperaba al bus anhelado, había que resolver con el que fuera. Por obligación, claro está, se debían subir las ventanas y los olores que algunos personajes destilaban eran insoportables. Los autores de las pinturas de los Diablos Rojos considerando esos acontecimientos pintaban mensajes como: “Si no tienes para desodorante ponte limón”. Y es que de eso se trata este arte popular de los Diablos Rojos, de recrear las vivencias callejeras que vemos, pero no observamos; que vivimos, pero no recordamos; que nos impactan, pero no apreciamos.

Volviendo a las ventanas arriba por lluvia, recuerdo haber quedado asombrado desde mi primer encuentro de los nombres que los artistas grababan en las mismas. Se decía que eran los nombres de las novias del chofer. Al principio creí que se trataban de bromas, pero pronto me percaté de que no existe nadie más creativo que el panameño para ponerles nombre a sus hijos, nombres que por alguna razón poco entendida por mí, deben llevar una letra “y” una letra “h” o una letra “k”.

Nunca faltaba alguna jeva a la que le gustara el chofer, para lo cual le daban el primer asiento con el fin de poder conversar con el “levante” con la mayor comodidad posible. El conductor aprovechaba sus habilidades al volante y la buena música salsa para demostrarle que él era lo máximo en lo que hacía. Esta situación en muchas ocasiones nos convenía, ya que el conductor adquiría un doble oficio el de chofer y el de DJ, sacando su mejor casete de música. Los usuarios con sus monedas, aquellas con las que iban a pagar el bus, empezaban a tocar el ritmo de la canción contra cualquier metal disponible sin perjuicio que cantaban a perfección, casi como los autores originales de la canción, convirtiendo aquello en una orquesta móvil.

Cuando uno llegaba a su destino luego de haber gritado “parada” y haber pasado entre tanta gente debía pagarle al chofer la tarifa establecida. Por aquellos años cuando yo empezaba a ser usuario del transporte público, los estudiantes pagábamos la módica suma de cinco centavos y el resto de los pasajeros diez centavos. El busero –como lo llamábamos– depositaba las monedas en el monedero y te daba el vuelto si a ello había lugar. Si le dabas un dólar, los billetes se guardaban en otra parte y estaban agarrados con su gancho al que nosotros denominábamos “gancho de billetes de lotería”.

Con el tiempo, la inflación económica siempre suele aparecer obligando a los transportistas a exigirle al gobierno que les permitieran subir la tarifa. Por ello vimos a todos los Diablos Rojos con un letrero que decía “abajo el real”. El desenlace fue que los estudiantes quedamos pagando diez centavos y el resto de los usuarios quince centavos, lo que todavía resultaba barato.

No puedo olvidarme de las paradas de buses, claro donde las había, ya que no en todos lados existían. Al principio eran paradas muy sencillas, que más tarde se llenarían de pinturas y buhoneros de todo tipo. En cuanto el bus se detenía en la misma se escuchaban a los canillitas pregonando los periódicos. En la mañana, “¡Panamá América, Crítica, Estrella!” y en la tarde, “¡La República!”. Sí, eran los tiempos cuando no existía el internet y para enterarnos de lo que había sucedido durante el día teníamos que comprar un rotativo vespertino.

Paralelamente, existían otras rutas que tenían otras clases de buses o Diablos Rojos que nosotros conocíamos como “chivas” y que las autores de esta obra explican sus orígenes muy bien. No puedo negar que montarse en una de esas chivas resultaba una experiencia sin igual. De tamaño muy compacto, con espacio limitado, algunas con música y otras no, su armadura y asientos eran de madera, lo que hacía el viaje algo nunca visto en una gran ciudad como lo fue siempre Panamá.

Pero, ¿qué había en las obras artísticas populares de los Diablos Rojos? Al principio, y como explican las autoras de este libro, se trataba de trabajos sencillos, con retratos de personajes famosos, cortinas pintadas en la parte frontal del parabrisas, mensajes de todo tipo desde lo espiritual hasta las frases callejeras más conocidas, pasando por nombres de personas escritos en letras góticas, especialmente de mujeres.

Con el tiempo, los pintores que ya no se conformaban con esto, les fueron agregando símbolos legendarios, mitológicos y hasta poéticos, combinándolos con las leyendas del cine, el deporte, la política o la música y retratos de ellos mismos o de bellas mujeres representadas de forma artística, las que en la mayoría de los casos ni se parecían, sin olvidar el casi obligado dibujo de un rayo en el compartimiento de la batería y la bola de billar en la palanca de cambios. Todo con un recargado exceso que lo hacía único en el mundo.

La verdad, no sé con certeza cuándo se perdió la ruta. Pero me atrevo a apostar que fue con la llegada de la globalización. De pronto, nos percatamos de que se requería de un secretario o pavo, no solo para gritar en cada parada cuál era la ruta del bus, sino también para mantener el orden y la seguridad en el transporte. El público, al parecer, ya no podía leer la ruta en la parte frontal del bus que estaba buscando, se hacía necesaria gritársela; la violencia se apoderó de los pasajeros; las regatas se transformaron en carreras mortales donde todos, inclusive los transeúntes inocentes, podían perder la vida. La música pasó de alta a estridente, los fotutos de alertas a anuncios de amenazas insoportables y los mofles de sencillos a tubos cromados que intoxicaban a la ciudad con humo y ruido.

El mantenimiento de los buses se volvió un asunto secundario. Era normal ver a un bus con el tren trasero salido en la mitad de la avenida. Se hizo hábito que dos choferes o pavos se enfrascaran a puños o cuchillos. Los asaltos en el Diablo Rojo y en las paradas eran un tema del día a día. Y la inexistencia de las desigualdades sociales de los usuarios que se vivieron por décadas se esfumaron. De hecho, los Diablos Rojos desaparecieron y empezamos a apreciar buses de todos los colores que aunque algunos eran decorados de formas interesantes ya se dejaba entrever que la época de gloria se iba perdiendo en el horizonte.

El epílogo fue en el año 2006 cuando ocurrió el trágico incendio de un bus en la vía España que les costó la vida a varias personas. En ese momento nos vimos en la necesidad de modernizar el transporte público. Los gobiernos se pusieron manos a la obra y nos trajeron un sistema moderno, que nos ha cambiado a todos la forma de ver el transporte público, eso sin mencionar el metro, ese gusano eléctrico que viaja a toda máquina y que le ha acortado las distancias a aquellas personas que deben madrugar para llegar a tiempo a sus labores.

La verdad, se nos fue parte de nuestra historia. Y lo peor de todo es que no la guardamos para que la conocieran las futuras generaciones. Nadie con excepción de estas dos autoras que hoy nos presentan este libro, se tomó la molestia de inmortalizar una chiva y un Diablo Rojo como símbolo de nuestra nacionalidad.

Esta obra y sus enseñanzas son una parte de nuestra nacionalidad, de nuestra cultura y de nuestra identidad, ya que nos enseña de dónde, cómo y por qué existieron y seguirán existiendo los Diablos Rojos Forever.

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