Esto de las redes sociales se ha convertido en un chiste. En lo personal, hace algunos años abrí una cuenta en Facebook, la cual mantengo y hasta el año pasado fue la única conexión que tenía con el cibermundo. Por curiosidad –o si se quiere, por presión social– me inscribí en Twitter e Instagram, lo cual se ha convertido en un elemento de distracción a la hora de querer reírme.
Hace poco leí un tuit de un amigo y prominente abogado que decía: “En Panamá entrar en Twitter es como entrar a una cantina. Nunca sabrás cuándo recibes un botellazo o un puñete”.
Nunca antes mejor dicho. Las personas, no solo en Panamá sino en el planeta entero, pareciera que tienen una ingente necesidad de escribir en Twitter todo lo que está pasando por sus mentes. Los temas son variopintos y van desde declaraciones de guerras de presidentes hasta manifestaciones de rabias personales que alguien tiene con el tráfico, un vecino o un problema que tuvieron con la cajera de un banco. Los comentarios son para matarse de risa o de preocupación, pues el filtro entre cerebro y dedo no existe.
Lo peor no es el primer mensaje de aquel que quiso manifestar algo sino las respuestas de los seguidores, donde se burlan del comentario, exponen experiencias parecidas o hasta insultan al interlocutor: ¡eso es lo peor! Ni siquiera se esconden con seudónimos, van con sus propios nombres de frente y sin filtro. Lo mismo se insulta a un particular que a un presidente. No sé si se trata de un mecanismo de desahogo o que todos necesitan que el planeta sepa qué está pasando por sus mentes. El tema puede empezar con un problema personal y terminar con una discusión sobre la situación en Medio Oriente, y nunca nos dimos cuenta en dónde giramos.
En el caso de Instagram, el asunto es diferente. Allí todo parece felicidad y belleza, no importa si te sientes mal, debes demostrar que estás bien. Aquí tratamos de demostrar que todos son unos galanes o que las mujeres son las más bellas del mundo y que pasean por el planeta sin preocupación alguna, disfrutando de la vida con el dinero de no sé quién. Se postean fotos del plato de comida que han de comer, el vino que han de degustar, el atardecer que se está apreciando, el monumento histórico que se está visitando; en fin, lo esplendoroso de la vida. ¡Claro, nunca falta algún insurrecto que daña el momento paradisíaco con un video de alguna pelea callejera o un barrio de trifulcas!
Todos hemos quedado sumergidos en esta adicción invisible. Sí, es un mundo donde se interactúa con todos, pero en realidad con nadie. Las personas cuanto más postean, más creen que se volverán famosas, que son especiales o que su opinión prevalecerá e impactará sin lugar a dudas a muchas personas, y por qué no decirlo, a una nación entera.
La realidad es que los expertos posteadores creen que sus comentarios o fotos los harán felices en la medida en que más personas los vean. Que sus pensamientos son asombrosos y la consecuencia de una cavilación profunda y analítica de todo el universo. Opinan de lo que el gobernante de turno debe hacer o cómo debe operar un empresario. Pero la realidad es que no sabe de lo que está hablando o, mejor dicho, escribiendo.
Luego viene la frustración o depresión. Sí, ese momento en el que nadie o pocas personas le ponen Like (o me gusta) a la foto o comentario que postearon.
Miden el éxito personal por el número de veces que retuitean su Tweet. Y si son muy pocas veces, las personas empiezan a entrar en una depresión o estado de desesperación creyendo que se han equivocado, lo que les provoca buscar de manera urgente postear otros comentarios o cosa novedosa. Es decir, tratan de satisfacer ese vacío que tienen internamente y que no saben cómo manejar.
Dejemos el celular a un lado por un momento y miremos a nuestro alrededor y tal vez las respuestas a preguntas, necesidades o frustraciones las encontremos a nuestro lado. De paso, preparémonos en lo que en verdad estemos interesados en conocer y opinar sobre ese tema; de todo lo que no sabemos, mejor ni opinemos, no vaya a ser que salgamos golpeados por los comentarios en las redes sociales.
Nadie al otro lado del Tweet o de Instagram los puede ni quiere ayudar con su problema y, por cierto, esa foto en la playa que subió causará envidia. Y finalmente, convénzase de que ningún gobierno va a cambiar de parecer en su política por la simple razón de leer Twitter.
Esto de las redes sociales se ha convertido en un chiste. En lo personal, hace algunos años abrí una cuenta en Facebook, la cual mantengo y hasta el año pasado fue la única conexión que tenía con el cibermundo. Por curiosidad –o si se quiere, por presión social– me inscribí en Twitter e Instagram, lo cual se ha convertido en un elemento de distracción a la hora de querer reírme.
Hace poco leí un tuit de un amigo y prominente abogado que decía: “En Panamá entrar en Twitter es como entrar a una cantina. Nunca sabrás cuándo recibes un botellazo o un puñete”.
Nunca antes mejor dicho. Las personas, no solo en Panamá sino en el planeta entero, pareciera que tienen una ingente necesidad de escribir en Twitter todo lo que está pasando por sus mentes. Los temas son variopintos y van desde declaraciones de guerras de presidentes hasta manifestaciones de rabias personales que alguien tiene con el tráfico, un vecino o un problema que tuvieron con la cajera de un banco. Los comentarios son para matarse de risa o de preocupación, pues el filtro entre cerebro y dedo no existe.
Lo peor no es el primer mensaje de aquel que quiso manifestar algo sino las respuestas de los seguidores, donde se burlan del comentario, exponen experiencias parecidas o hasta insultan al interlocutor: ¡eso es lo peor! Ni siquiera se esconden con seudónimos, van con sus propios nombres de frente y sin filtro. Lo mismo se insulta a un particular que a un presidente. No sé si se trata de un mecanismo de desahogo o que todos necesitan que el planeta sepa qué está pasando por sus mentes. El tema puede empezar con un problema personal y terminar con una discusión sobre la situación en Medio Oriente, y nunca nos dimos cuenta en dónde giramos.
En el caso de Instagram, el asunto es diferente. Allí todo parece felicidad y belleza, no importa si te sientes mal, debes demostrar que estás bien. Aquí tratamos de demostrar que todos son unos galanes o que las mujeres son las más bellas del mundo y que pasean por el planeta sin preocupación alguna, disfrutando de la vida con el dinero de no sé quién. Se postean fotos del plato de comida que han de comer, el vino que han de degustar, el atardecer que se está apreciando, el monumento histórico que se está visitando; en fin, lo esplendoroso de la vida. ¡Claro, nunca falta algún insurrecto que daña el momento paradisíaco con un video de alguna pelea callejera o un barrio de trifulcas!
Todos hemos quedado sumergidos en esta adicción invisible. Sí, es un mundo donde se interactúa con todos, pero en realidad con nadie. Las personas cuanto más postean, más creen que se volverán famosas, que son especiales o que su opinión prevalecerá e impactará sin lugar a dudas a muchas personas, y por qué no decirlo, a una nación entera.
La realidad es que los expertos posteadores creen que sus comentarios o fotos los harán felices en la medida en que más personas los vean. Que sus pensamientos son asombrosos y la consecuencia de una cavilación profunda y analítica de todo el universo. Opinan de lo que el gobernante de turno debe hacer o cómo debe operar un empresario. Pero la realidad es que no sabe de lo que está hablando o, mejor dicho, escribiendo.
Luego viene la frustración o depresión. Sí, ese momento en el que nadie o pocas personas le ponen Like (o me gusta) a la foto o comentario que postearon.
Miden el éxito personal por el número de veces que retuitean su Tweet. Y si son muy pocas veces, las personas empiezan a entrar en una depresión o estado de desesperación creyendo que se han equivocado, lo que les provoca buscar de manera urgente postear otros comentarios o cosa novedosa. Es decir, tratan de satisfacer ese vacío que tienen internamente y que no saben cómo manejar.
Dejemos el celular a un lado por un momento y miremos a nuestro alrededor y tal vez las respuestas a preguntas, necesidades o frustraciones las encontremos a nuestro lado. De paso, preparémonos en lo que en verdad estemos interesados en conocer y opinar sobre ese tema; de todo lo que no sabemos, mejor ni opinemos, no vaya a ser que salgamos golpeados por los comentarios en las redes sociales.
Nadie al otro lado del Tweet o de Instagram los puede ni quiere ayudar con su problema y, por cierto, esa foto en la playa que subió causará envidia. Y finalmente, convénzase de que ningún gobierno va a cambiar de parecer en su política por la simple razón de leer Twitter.