Recientemente, un grupo de sacerdotes austriacos presentó un manifiesto denominado “Llamado a la Desobediencia”, en el cual plantean la necesaria urgencia de realizar cambios importantes a la Iglesia.
Al leerlo, surge la reflexión inmediata acerca de que si lo planteado por este grupo de “disidentes” no es más que el sentir de una sociedad cambiante y deseosa de encontrar en el mundo espiritual el consuelo y ayuda a sus problemas.
El planteamiento no es novedoso: ponerle fin al celibato sacerdotal, permitir la ordenación de la mujer, aceptar que las personas divorciadas puedan comulgar, entre otros. Algunos de estos temas ya habían sido discutidos en el Concilio Vaticano II, convocado por el papa Juan XXIII, por un grupo denominado progresista, pero que más tarde el papa Pablo VI rechazó de plano por considerar que aquellas pretensiones iban en contra de los conceptos cristianos.
El tiempo ha pasado desde aquel entonces y la sociedad ha evolucionado hacia nuevos horizontes, donde el conocimiento y el entendimiento de muchas realidades nos han permitido analizar desde otra óptica el comportamiento humano, no sólo para mejorarlo, sino para avanzar de forma positiva hacia una vida mejor. No es que la Iglesia haya estado todo este tiempo equivocada, sino que la sociedad se ha transformado y debe adaptarse a los requerimientos morales de sus seguidores y ello implica cambios, como cuando se modificó la forma de dar misa en latín y de espalda al público a darla en el idioma nativo del lugar y de frente a los espectadores.
En tiempos antiguos, a los sacerdotes les era permitido contraer nupcias, pero por problemas sucesivos se suspendió esa práctica. Los tiempos han cambiado y por ello el celibato sacerdotal debe ser abolido. Ante las constantes noticias de casos de pedofilia que se han venido suscitando en el mundo y que por regla general no son castigados, pero que causan gravísimos daños a la imagen de la Iglesia, ha llegado el momento de cuestionarnos si no resultaría beneficioso para los mismos sacerdotes llevar una vida en familia que les permitan desarrollarse plenamente como hombres, sin escondijos y alejándolos de actos pecaminosos. ¿Quién mejor que un sacerdote esposo y padre podría entendernos y darnos un consejo real acerca de los problemas en el matrimonio o con los hijos? ¿Puede la Iglesia con padres célibes hablar de sexo o sida en un mundo abocado equivocadamente hacia vicios, cuando ellos mismos lo tienen prohibido o desconocen? Si lo que se desea es una autoridad eclesiástica comprometida con la Iglesia y sin problemas familiares que resolver, se pueden poner condiciones que indiquen que para llegar a ser obispo o Papa se debe ser célibe, pero no generalizar.
El tema de la mujer en la Iglesia debe ser revisado con prontitud. Atrás quedaron los tiempos en que la mujer era relegada a la casa sólo para atender a su esposo y sin poder estudiar. Las universidades no admitían mujeres y si alguna lo permitía, los profesores le hacían la vida imposible para que desistiera de su intención. Si acudimos a cualquier misa observaremos que las personas que más asisten son las mujeres. Contrario a otras religiones donde la mujer ocupa un segundo lugar, en la nuestra las mujeres son las más comprometidas. Siendo así, es hora de permitir la ordenación sacerdotal de ellas. No he podido encontrar en ninguna parte de los textos religiosos algo que desplace a la mujer a un segundo plano. Por el contrario, el mismo Jesús vivió rodeado de mujeres y de hecho fueron dos mujeres a las que se les anunció de forma primaria la resurrección de Cristo. Entonces no comprendo cómo en pleno siglo XXI las mujeres no pueden pasar a formar parte del ejército de la Iglesia católica.
Igual sucede con la comunión de los divorciados. Si Cristo nos perdona cualquier pecado que podamos cometer como seres humanos, por qué no se podría perdonar a alguien que se ha divorciado y que realmente esté arrepentido. Dónde está consignado que la Iglesia puede incluir o excluir la absolución de un pecado, si no hay nada más misericordioso que el mismo Jesús.
El manifiesto de los sacerdotes austriacos deja por fuera una solicitud de cambio reclamada por los seguidores de la fe cristiana y que también resulta importante, como lo es la forma de impartir la misa. La misa debe ser un acto de felicidad, sin embargo desde que uno llega, salvo gloriosas excepciones, la música y los sermones van dirigidos a recordarnos que vinimos a sufrir, que no hay felicidad posible si no nos arrepentimos hasta de haber nacido. Eso antes de atraer, aleja a todos los que están buscando respuestas a sus dolencias. El éxito de las otras religiones, que cada día ganan más adeptos, es que les recuerdan a sus seguidores que todos vinimos a ser felices, que Dios nos ama como somos y que su misericordia es grande. Nuestra vida es consecuencia de nuestros actos, pero Dios suele perdonarnos y hacernos felices si de verdad nos arrepentimos.
Recientemente, un grupo de sacerdotes austriacos presentó un manifiesto denominado “Llamado a la Desobediencia”, en el cual plantean la necesaria urgencia de realizar cambios importantes a la Iglesia.
Al leerlo, surge la reflexión inmediata acerca de que si lo planteado por este grupo de “disidentes” no es más que el sentir de una sociedad cambiante y deseosa de encontrar en el mundo espiritual el consuelo y ayuda a sus problemas.
El planteamiento no es novedoso: ponerle fin al celibato sacerdotal, permitir la ordenación de la mujer, aceptar que las personas divorciadas puedan comulgar, entre otros. Algunos de estos temas ya habían sido discutidos en el Concilio Vaticano II, convocado por el papa Juan XXIII, por un grupo denominado progresista, pero que más tarde el papa Pablo VI rechazó de plano por considerar que aquellas pretensiones iban en contra de los conceptos cristianos.
El tiempo ha pasado desde aquel entonces y la sociedad ha evolucionado hacia nuevos horizontes, donde el conocimiento y el entendimiento de muchas realidades nos han permitido analizar desde otra óptica el comportamiento humano, no sólo para mejorarlo, sino para avanzar de forma positiva hacia una vida mejor. No es que la Iglesia haya estado todo este tiempo equivocada, sino que la sociedad se ha transformado y debe adaptarse a los requerimientos morales de sus seguidores y ello implica cambios, como cuando se modificó la forma de dar misa en latín y de espalda al público a darla en el idioma nativo del lugar y de frente a los espectadores.
En tiempos antiguos, a los sacerdotes les era permitido contraer nupcias, pero por problemas sucesivos se suspendió esa práctica. Los tiempos han cambiado y por ello el celibato sacerdotal debe ser abolido. Ante las constantes noticias de casos de pedofilia que se han venido suscitando en el mundo y que por regla general no son castigados, pero que causan gravísimos daños a la imagen de la Iglesia, ha llegado el momento de cuestionarnos si no resultaría beneficioso para los mismos sacerdotes llevar una vida en familia que les permitan desarrollarse plenamente como hombres, sin escondijos y alejándolos de actos pecaminosos. ¿Quién mejor que un sacerdote esposo y padre podría entendernos y darnos un consejo real acerca de los problemas en el matrimonio o con los hijos? ¿Puede la Iglesia con padres célibes hablar de sexo o sida en un mundo abocado equivocadamente hacia vicios, cuando ellos mismos lo tienen prohibido o desconocen? Si lo que se desea es una autoridad eclesiástica comprometida con la Iglesia y sin problemas familiares que resolver, se pueden poner condiciones que indiquen que para llegar a ser obispo o Papa se debe ser célibe, pero no generalizar.
El tema de la mujer en la Iglesia debe ser revisado con prontitud. Atrás quedaron los tiempos en que la mujer era relegada a la casa sólo para atender a su esposo y sin poder estudiar. Las universidades no admitían mujeres y si alguna lo permitía, los profesores le hacían la vida imposible para que desistiera de su intención. Si acudimos a cualquier misa observaremos que las personas que más asisten son las mujeres. Contrario a otras religiones donde la mujer ocupa un segundo lugar, en la nuestra las mujeres son las más comprometidas. Siendo así, es hora de permitir la ordenación sacerdotal de ellas. No he podido encontrar en ninguna parte de los textos religiosos algo que desplace a la mujer a un segundo plano. Por el contrario, el mismo Jesús vivió rodeado de mujeres y de hecho fueron dos mujeres a las que se les anunció de forma primaria la resurrección de Cristo. Entonces no comprendo cómo en pleno siglo XXI las mujeres no pueden pasar a formar parte del ejército de la Iglesia católica.
Igual sucede con la comunión de los divorciados. Si Cristo nos perdona cualquier pecado que podamos cometer como seres humanos, por qué no se podría perdonar a alguien que se ha divorciado y que realmente esté arrepentido. Dónde está consignado que la Iglesia puede incluir o excluir la absolución de un pecado, si no hay nada más misericordioso que el mismo Jesús.
El manifiesto de los sacerdotes austriacos deja por fuera una solicitud de cambio reclamada por los seguidores de la fe cristiana y que también resulta importante, como lo es la forma de impartir la misa. La misa debe ser un acto de felicidad, sin embargo desde que uno llega, salvo gloriosas excepciones, la música y los sermones van dirigidos a recordarnos que vinimos a sufrir, que no hay felicidad posible si no nos arrepentimos hasta de haber nacido. Eso antes de atraer, aleja a todos los que están buscando respuestas a sus dolencias. El éxito de las otras religiones, que cada día ganan más adeptos, es que les recuerdan a sus seguidores que todos vinimos a ser felices, que Dios nos ama como somos y que su misericordia es grande. Nuestra vida es consecuencia de nuestros actos, pero Dios suele perdonarnos y hacernos felices si de verdad nos arrepentimos.