Al conmemorarse otro aniversario más del descubrimiento por parte de los europeos de la existencia de otro continente y de los nativos de ese continente de la existencia de otros pobladores provenientes de tierras lejanas, resulta conveniente reflexionar un poco sobre aquellos acontecimientos, que ahora, con la distancia que marca el tiempo nos permite observar con una mente sosegada.
El descubrimiento de América es la consecuencia de una persona —Cristóbal Colón—, que luego de innumerables estudios y esfuerzos logró convencer a los reyes de España que le financiaran la travesía hacia lo desconocido. Este viaje no contaba con miembros de la realeza, ni de la burguesía ni con comerciantes o empresarios reconocidos sino con delincuentes, personas sin futuro, gente sin hogar que encontraron en esta “locura” una posibilidad para salir de la miseria de sus vidas.
Al llegar a estas nuevas tierras era lógico pensar que la oportunidad que la belleza exuberante de este ambiente les brindaba habría que tomarlo por la fuerza, pues esto representaba un nuevo inicio para todos los que arriesgaron sus vidas al cruzar el Atlántico y que dejaron en sus orígenes historias sin futuro.
Como con cualquier invento moderno recién descubierto, no se contaba con norma o legislación alguna que rigiera tales acontecimientos, ni tampoco para las relaciones entre pobladores nativos y forasteros así como para la distribución de las tierras, entre otros temas que surgieran. Las primeras reglas las impusieron los descubridores no la Corona española, quien ignorante de lo que sucedía, solo conoció aquellas historias arregladas a la medida de quienes tomaron el dominio de América; de aquellos que llenaban las imaginaciones de la nobleza y nuevos aventureros sobre grandes riquezas, que en algunos casos sí existían; pero que en otros tantos como en la novela del autor William Ospina, El país de la canela, no pasaban de ser meras leyendas nunca probadas.
Para cuando la Corona empezó a emitir leyes, el resultado era ya la catástrofe. Toma de tierras por la fuerza, matanzas, saqueo y destrucción. Se terminó con la historia y cultura de estas tierras, de las cuales solamente nos quedan algunos jeroglíficos, historias orales o algún libro que nos narra de forma somera cómo era la vida y creencias de los pobladores, dejándonos en un estado de especulación.
Entonces, dedicar supuestos estudios y programas de televisión tratando de entender por qué desaparecieron ciertas culturas indígenas es sólo un pasatiempo, no un examen científico de la realidad. La respuesta es clara: enfermedades que extinguieron a la mayoría de la población americana en las islas del Caribe, asesinatos en masa en Darién y posteriormente en México y Perú, sometimiento de los indígenas a la esclavitud para la explotación de las minas cuyas riquezas irían a parar a manos de los banqueros alemanes que financiaron gran parte de las subsiguientes exploraciones, son tan solo unos pocos ejemplos.
La cultura americana resurge con el Descubrimiento, el pasado no importa. La literatura americana se inicia con las crónicas de Colón. Por lo menos así lo enseñan en las escuelas. Pero, ¿qué literatura americana podíamos tener si hubo destrucción al paso de los conquistadores? Otros escritores iberoamericanos dedicaron sus escritos a narrar grandes hazañas, nuevos descubrimientos, la supuesta cultura que encontraron o más bien la que domaron. Muy pocos narraron los desastres que se cometieron. El más conocido es fray Bartolomé de las Casas, quien de forma valiente denunció ante la Corona la realidad impuesta por España y contra aquello que sirvió para justificarlo, que en muchos de los casos eran modelos utilizados en el viejo continente. Su posición fue la de conquistar siguiendo los lineamientos de los Evangelios. Su éxito, a mi parecer, fue más intelectual que real, pues en la práctica poco se siguió el modelo cristiano.
Esta historia concluye su capítulo con el surgimiento de los libertadores, todos descendientes de españoles, quienes con la ayuda de los indígenas rompieron con el orden impuesto por sus antepasados.
Al conmemorarse otro aniversario más del descubrimiento por parte de los europeos de la existencia de otro continente y de los nativos de ese continente de la existencia de otros pobladores provenientes de tierras lejanas, resulta conveniente reflexionar un poco sobre aquellos acontecimientos, que ahora, con la distancia que marca el tiempo nos permite observar con una mente sosegada.
El descubrimiento de América es la consecuencia de una persona —Cristóbal Colón—, que luego de innumerables estudios y esfuerzos logró convencer a los reyes de España que le financiaran la travesía hacia lo desconocido. Este viaje no contaba con miembros de la realeza, ni de la burguesía ni con comerciantes o empresarios reconocidos sino con delincuentes, personas sin futuro, gente sin hogar que encontraron en esta “locura” una posibilidad para salir de la miseria de sus vidas.
Al llegar a estas nuevas tierras era lógico pensar que la oportunidad que la belleza exuberante de este ambiente les brindaba habría que tomarlo por la fuerza, pues esto representaba un nuevo inicio para todos los que arriesgaron sus vidas al cruzar el Atlántico y que dejaron en sus orígenes historias sin futuro.
Como con cualquier invento moderno recién descubierto, no se contaba con norma o legislación alguna que rigiera tales acontecimientos, ni tampoco para las relaciones entre pobladores nativos y forasteros así como para la distribución de las tierras, entre otros temas que surgieran. Las primeras reglas las impusieron los descubridores no la Corona española, quien ignorante de lo que sucedía, solo conoció aquellas historias arregladas a la medida de quienes tomaron el dominio de América; de aquellos que llenaban las imaginaciones de la nobleza y nuevos aventureros sobre grandes riquezas, que en algunos casos sí existían; pero que en otros tantos como en la novela del autor William Ospina, El país de la canela, no pasaban de ser meras leyendas nunca probadas.
Para cuando la Corona empezó a emitir leyes, el resultado era ya la catástrofe. Toma de tierras por la fuerza, matanzas, saqueo y destrucción. Se terminó con la historia y cultura de estas tierras, de las cuales solamente nos quedan algunos jeroglíficos, historias orales o algún libro que nos narra de forma somera cómo era la vida y creencias de los pobladores, dejándonos en un estado de especulación.
Entonces, dedicar supuestos estudios y programas de televisión tratando de entender por qué desaparecieron ciertas culturas indígenas es sólo un pasatiempo, no un examen científico de la realidad. La respuesta es clara: enfermedades que extinguieron a la mayoría de la población americana en las islas del Caribe, asesinatos en masa en Darién y posteriormente en México y Perú, sometimiento de los indígenas a la esclavitud para la explotación de las minas cuyas riquezas irían a parar a manos de los banqueros alemanes que financiaron gran parte de las subsiguientes exploraciones, son tan solo unos pocos ejemplos.
La cultura americana resurge con el Descubrimiento, el pasado no importa. La literatura americana se inicia con las crónicas de Colón. Por lo menos así lo enseñan en las escuelas. Pero, ¿qué literatura americana podíamos tener si hubo destrucción al paso de los conquistadores? Otros escritores iberoamericanos dedicaron sus escritos a narrar grandes hazañas, nuevos descubrimientos, la supuesta cultura que encontraron o más bien la que domaron. Muy pocos narraron los desastres que se cometieron. El más conocido es fray Bartolomé de las Casas, quien de forma valiente denunció ante la Corona la realidad impuesta por España y contra aquello que sirvió para justificarlo, que en muchos de los casos eran modelos utilizados en el viejo continente. Su posición fue la de conquistar siguiendo los lineamientos de los Evangelios. Su éxito, a mi parecer, fue más intelectual que real, pues en la práctica poco se siguió el modelo cristiano.
Esta historia concluye su capítulo con el surgimiento de los libertadores, todos descendientes de españoles, quienes con la ayuda de los indígenas rompieron con el orden impuesto por sus antepasados.