Cuando a principio de los años noventa se le dictó en los Estados Unidos de América la sentencia que condenaba a 40 años de prisión al exdictador Manuel Antonio Noriega, todos sabíamos que la misma no se cumpliría en su totalidad. Tratamos de olvidarnos de aquellos terribles días y continuamos con nuestras nuevas vidas en democracia. Luego empezaron los rumores sobre su libertad y los cuestionamientos políticos y diplomáticos sobre su posible extradición a Panamá, con el fin de que cumpliera sus condenas que por delitos cometidos en este país tenía pendientes.
Dos gobiernos diferentes aplazaron la decisión y, posteriormente, Francia lo reclamó sólo para decirnos dos años después que nos lo regalaban. Bueno, ahora nos llegó el turno de la verdad, de saber si somos capaces de hacer cumplir las leyes del país y las sentencias de los tribunales de justicia, pero debo admitir que veo con preocupación el panorama.
Para los que no la recuerden o estaban muy pequeños para la época, la historia de Manuel Antonio Noriega no es más que una cadena de vivencias oscuras.
Desde su ascenso al poder tras el fatídico golpe de estado de 1968, y posterior re contragolpe en 1969, su vida entera estuvo plagada y dirigida hacia el mal. Como jefe del G-2 —que era el brazo ejecutor de espionaje, desapariciones, exilios, torturas y muertes— de Omar Torrijos, hasta su llegada al máximo escalafón de la Comandancia del Ejército panameño, no dejó en su correr nada más que sudor, lágrimas y sangre.
Tras alcanzar sin mérito propio, o por lo menos no por batallas ganadas, el cargo de General en 1983, la supremacía de la corrupción y criminalidad llegó a su mejor grado. Traicionó a sus propios colegas al prometerle al exgeneral Rubén Darío Paredes su apoyo para la elecciones de 1984. Al perder las elecciones el candidato oficialista contra Arnulfo Arias, ordenó desde la comodidad de su silla que se perpetrara un fraude electoral; y luego, cuando los panameñistas protestaron sacó a toletazos a hombres y mujeres de la sede en avenida Balboa, para que quedara muy claro que la decisión estaba tomada y que a él no se le podía cuestionar.
Tan solo un par de años más tarde se apuntó otra muerte adicional, pero como ahora era general, lo hizo con extraordinaria severidad ordenando la decapitación del ciudadano Hugo Spadafora, crimen con una naturaleza no vista ni en estos tiempos de tanta violencia.
Finalmente, traicionó otra vez a uno de los suyos, Roberto Díaz Herrera, sin contar que este último cantaría, con pruebas en mano, muchas de las cosas que estaban sucediendo en la comandancia y que aunque lo sabíamos, pues en este país no hay secretos, no teníamos las pruebas. Fue en ese momento que entró en acción un grupo valeroso de hombres y mujeres que crearon la Cruzada Civilista e iniciaron una batalla frontal y sin armas contra el despiadado dictador.
Por supuesto, Manual Antonio Noriega hizo alarde de su poder reprimiendo manifestaciones, apresando a oponentes cuya única defensa contra él era la palabra; torturando a nuevos y viejos enemigos; cerrando medios de comunicación y enfrentando a los panameños unos con otros, entre aquellos que lo apoyaban y los que no. Cuando el Gobierno americano decidió levantarle cargos por lavado de dinero y tráfico de drogas, su defensa fue que la Cruzada Civilista era la causante de aquellas calumniosas acusaciones. Durante esos tres terribles años la Iglesia católica no hizo más que lo que le correspondía: defender a los oprimidos, entonces nuestro dictador inició sus ataques contra esa institución.
Más de uno se creyó que una invasión del Ejército americano en nuestro suelo causaría toda una desgracia, pues tanto él, como el ejército panameño, como los recién formados Batallones de la Dignidad pelearían hasta liquidar al último soldado estadounidense; en pocas palabras, como rezaba su lema “ni un paso atrás”. Pero la madrugada del 20 de diciembre demostró todo lo contrarío, fueron muchos los pasos atrás. Alguno de sus seguidores y creyentes pelearon y perdieron la vida, pero él al sentirse finalmente igualado al resto de los panameños —desarmado— corrió de casa en casa de los muy pocos amigos que le quedaban, hasta esconderse debajo de la sotana de aquellos que tanto había atacado, la Iglesia. Su llegada a la Nunciatura apostólica ha estado plagada de misterios. El Nuncio no estaba en ese momento en Panamá, y los norteamericanos lo trajeron antes de la llegada de Noriega en un avión militar. Al entrar en dicha embajada, como en los viejos tiempos, lo primero que pidió fue una cerveza.
Unas semanas más tarde y con la indignación del pueblo panameño que le tocaba las puertas de la Embajada del Vaticano, realizó un nuevo acto de cobardía y se entregó al Ejército americano que para ese momento era el único que le podía garantizar su derecho a la vida, ese mismo derecho que él no le respetó a tantos.
Ahora retorna, supuestamente, a cumplir su sentencia por algunas cosas que le pudieron demostrar, y nuestro norte debe ser que cumpla la sentencia, sin considerar su estado de salud o edad. La Cruzada Civilista desea realizar una manifestación de recibimiento. Me parece que no debemos caer en ese error. Eso es casualmente lo que Noriega desea, sobresalir, saber que todavía es importante para algo, que algunos le tienen miedo a los secretos que pueda revelar y otros todavía lo recuerdan con odio. Ignorémoslo, pero si lo que de verdad deseamos es justicia, denunciémoslo ante las cortes internacionales por violación de los derechos humanos, como le ha sucedido a más de un dictador; al fin y al cabo, veinte años no son nada.
Cuando a principio de los años noventa se le dictó en los Estados Unidos de América la sentencia que condenaba a 40 años de prisión al exdictador Manuel Antonio Noriega, todos sabíamos que la misma no se cumpliría en su totalidad. Tratamos de olvidarnos de aquellos terribles días y continuamos con nuestras nuevas vidas en democracia. Luego empezaron los rumores sobre su libertad y los cuestionamientos políticos y diplomáticos sobre su posible extradición a Panamá, con el fin de que cumpliera sus condenas que por delitos cometidos en este país tenía pendientes.
Dos gobiernos diferentes aplazaron la decisión y, posteriormente, Francia lo reclamó sólo para decirnos dos años después que nos lo regalaban. Bueno, ahora nos llegó el turno de la verdad, de saber si somos capaces de hacer cumplir las leyes del país y las sentencias de los tribunales de justicia, pero debo admitir que veo con preocupación el panorama.
Para los que no la recuerden o estaban muy pequeños para la época, la historia de Manuel Antonio Noriega no es más que una cadena de vivencias oscuras.
Desde su ascenso al poder tras el fatídico golpe de estado de 1968, y posterior re contragolpe en 1969, su vida entera estuvo plagada y dirigida hacia el mal. Como jefe del G-2 —que era el brazo ejecutor de espionaje, desapariciones, exilios, torturas y muertes— de Omar Torrijos, hasta su llegada al máximo escalafón de la Comandancia del Ejército panameño, no dejó en su correr nada más que sudor, lágrimas y sangre.
Tras alcanzar sin mérito propio, o por lo menos no por batallas ganadas, el cargo de General en 1983, la supremacía de la corrupción y criminalidad llegó a su mejor grado. Traicionó a sus propios colegas al prometerle al exgeneral Rubén Darío Paredes su apoyo para la elecciones de 1984. Al perder las elecciones el candidato oficialista contra Arnulfo Arias, ordenó desde la comodidad de su silla que se perpetrara un fraude electoral; y luego, cuando los panameñistas protestaron sacó a toletazos a hombres y mujeres de la sede en avenida Balboa, para que quedara muy claro que la decisión estaba tomada y que a él no se le podía cuestionar.
Tan solo un par de años más tarde se apuntó otra muerte adicional, pero como ahora era general, lo hizo con extraordinaria severidad ordenando la decapitación del ciudadano Hugo Spadafora, crimen con una naturaleza no vista ni en estos tiempos de tanta violencia.
Finalmente, traicionó otra vez a uno de los suyos, Roberto Díaz Herrera, sin contar que este último cantaría, con pruebas en mano, muchas de las cosas que estaban sucediendo en la comandancia y que aunque lo sabíamos, pues en este país no hay secretos, no teníamos las pruebas. Fue en ese momento que entró en acción un grupo valeroso de hombres y mujeres que crearon la Cruzada Civilista e iniciaron una batalla frontal y sin armas contra el despiadado dictador.
Por supuesto, Manual Antonio Noriega hizo alarde de su poder reprimiendo manifestaciones, apresando a oponentes cuya única defensa contra él era la palabra; torturando a nuevos y viejos enemigos; cerrando medios de comunicación y enfrentando a los panameños unos con otros, entre aquellos que lo apoyaban y los que no. Cuando el Gobierno americano decidió levantarle cargos por lavado de dinero y tráfico de drogas, su defensa fue que la Cruzada Civilista era la causante de aquellas calumniosas acusaciones. Durante esos tres terribles años la Iglesia católica no hizo más que lo que le correspondía: defender a los oprimidos, entonces nuestro dictador inició sus ataques contra esa institución.
Más de uno se creyó que una invasión del Ejército americano en nuestro suelo causaría toda una desgracia, pues tanto él, como el ejército panameño, como los recién formados Batallones de la Dignidad pelearían hasta liquidar al último soldado estadounidense; en pocas palabras, como rezaba su lema “ni un paso atrás”. Pero la madrugada del 20 de diciembre demostró todo lo contrarío, fueron muchos los pasos atrás. Alguno de sus seguidores y creyentes pelearon y perdieron la vida, pero él al sentirse finalmente igualado al resto de los panameños —desarmado— corrió de casa en casa de los muy pocos amigos que le quedaban, hasta esconderse debajo de la sotana de aquellos que tanto había atacado, la Iglesia. Su llegada a la Nunciatura apostólica ha estado plagada de misterios. El Nuncio no estaba en ese momento en Panamá, y los norteamericanos lo trajeron antes de la llegada de Noriega en un avión militar. Al entrar en dicha embajada, como en los viejos tiempos, lo primero que pidió fue una cerveza.
Unas semanas más tarde y con la indignación del pueblo panameño que le tocaba las puertas de la Embajada del Vaticano, realizó un nuevo acto de cobardía y se entregó al Ejército americano que para ese momento era el único que le podía garantizar su derecho a la vida, ese mismo derecho que él no le respetó a tantos.
Ahora retorna, supuestamente, a cumplir su sentencia por algunas cosas que le pudieron demostrar, y nuestro norte debe ser que cumpla la sentencia, sin considerar su estado de salud o edad. La Cruzada Civilista desea realizar una manifestación de recibimiento. Me parece que no debemos caer en ese error. Eso es casualmente lo que Noriega desea, sobresalir, saber que todavía es importante para algo, que algunos le tienen miedo a los secretos que pueda revelar y otros todavía lo recuerdan con odio. Ignorémoslo, pero si lo que de verdad deseamos es justicia, denunciémoslo ante las cortes internacionales por violación de los derechos humanos, como le ha sucedido a más de un dictador; al fin y al cabo, veinte años no son nada.